En nuestro caso, la santidad es una bendición, una vocación, una tarea y una responsabilidad. Dios quiere que seamos santos. Así nos soñó.
Jesús, el primero en todo, nos recuerda que debemos ser santos como el Padre celestial, que hace salir el sol sobre buenos y malos y manda la lluvia sobre justos e injustos.
Ahora bien, la santidad es también una tarea y una responsabilidad, porque nadie nos puede suplir en este quehacer. Nos atañe personalmente y, también, comunitariamente.
Por otro lado, hemos de tener muy presente que la santidad está al alcance de todos. Por tanto, ha de adornar la vida de cada cristiano e, incluso, la de todas las personas.
Para Jesús, ser santo es cumplir la voluntad de Dios. Por consiguiente, es más que un sentimiento o un deseo. Se manifiesta sobre todo en las obras; la vida es el crisol de la santidad.
Para nosotros, se concreta también en el seguimiento de Jesús: mentalidad, actitudes y compromisos como los de las bienaventuranzas.
Estos rasgos resaltan especialmente en los santos de la Iglesia. De carne y hueso como nosotros, con valores y limitaciones, se tomaron muy en serio el seguimiento de Jesús.
Si admiramos su talla humana y creyente, es para caminar por la senda que nos han dejado. Ellos, generalmente, no hacen cosas extrañas, deslumbrantes; hacen extraordinariamente bien lo diario. Por eso nos resultan atractivos.
En verdad, los santos son los mejores cristianos, unos dignos representantes de lo que la Iglesia debe ser en todo momento. Necesitamos aprender de ellos…
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